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EN EL JUBILOSO PABELLÓN DE LA JUBILACIÓN

 

 

Para mis compañeros, los profesores artistas, como regalo de despedida.

 

Granada, 26 de junio de 20l3

          El tiempo dedicado a la vía activa se nos escapa todas las mañanas de la vida, en las luengas albas del Alba Longa, por  las rendijas de las pestañas con la rapidez que captó Horacio en estos versos, traducidos  por Fray Luís de León:   

 

Retrato imaginario de Quinto Horacio Flaco (65 a. C. - 8 d. C.)

Quinto Horacio Flaco  (65 a. C. – 8 d. C.)

      El año y presto vuelo

      del hora que huyendo roba el día,

      te enseña que en el suelo 

      no esperes bien durable: que a la fría

      sazón hacen templada    

      los céfiros, la dulce primavera

      es del estío hollada,

      el cual también fenece, cuando a fuera

      derrama el rico seno

      el otoño de frutas coronado,

      y torna luego de escarcha

                                   a suceder el tiempo helado.                        

       Pero a pesar de que Cronos acabe quebrantándome con quebranto sobre quebranto y corriendo contra mí como can Cerbero que cose cilicio sobre mi cuero y carga mi cabeza de canas, todo tiene su momento y cada cosa su tiempo bajo el cielo.

    Nuestra actividad de profesores conlleva una existencia centrada en la palabra; vivimos gracias a ella, hablando para enseñar. Pero las palabras portan un misterio y al pronunciarlas, a veces, manifiestan la conjunción cósmica primigenia que ocultan en sus ínferos, provocando un contacto mágico entre lo dicho y la remota epifanía de lo nombrado, sumergiendo las cosas en el enigma de su origen y desentrañando las recónditas analogías que existen entre los diferentes niveles del ser.

      Cargadas las palabras con la particular emoción con que cada uno de nosotros las reviste al pronunciarlas, nos convertimos en profesores artistas cuando comunicamos mensajes que, además de su contenido patente y manifiesto, incorporan nuestro ser esencial, pues como seres inteligentes, al explicarnos nos entregamos por la voz, nos volvemos inteligibles y logramos ser comprendidos y queridos.

      El verdadero artista es aquel que describe las sutilezas de su alma cuando se dirige a los alumnos, manifestándoles al par los secretos de sus sentimientos y emociones y sacando cuanto lleva dentro para compartirlo con ellos por puro ejercicio de vocación y amor. El momento de la creación es el momento de la comunicación, de manera que la obra de arte del profesor artista se gesta cuando los saberes pasan de su mente a la del discípulo y lo transforman.

      No es pequeño artista el que, sin ser tal,  pues no elabora artefactos en su rotunda materialidad, consigue  vivir, al igual que cantantes, bailarines o toreros, de lo que Lope de Vega llamó “las artes mágicas del vuelo”, aquellas que, como las palabras que deleitan enseñando, se hacen ante los oídos del alumno  en un instante prodigioso, para deshacerse y desaparecer al siguiente, ante  su perplejidad, sin quedar plasmadas en la materialidad de la creación, como el cuadro del pintor o la casa del arquitecto, sino conformando, cual inmarcesible tesoro, la personalidad del discípulo y transformando sutil y etéreamente el ser de su íntima personalidad.

      Si en la vida hay tiempo para hablar, -en mi caso han sido treinta y cinco años sin parar-,  también lo hay para callar, y con la jubilación me ha llegado el tiempo del silencio. Jubilación significa no poder explicar con palabras lo que se canta con el corazón y es gozo amontonado que hierve hasta rebosar por la grandeza de su deleite; el júbilo nos hace saltar de alegría mientras la mente trabaja en silencio para dar a luz lo que la boca balbucea sin acabar de decir. Y en el silencio, según Dionisio Areopagita, aprendemos  los secretos de las tinieblas, que brillan con la luz más resplandeciente en el seno de la más negra oscuridad.

    Goethe nos enseñó que el niño es realista; el muchacho, idealista; el hombre, escéptico, y el viejo, místico. Y, en efecto, cuando se alcanza una cierta madurez, al menos física, se percibe con nitidez que vivimos entre prodigios y rodeados de misterios: en todo se esconde el arcano de lo desconocido…y es misterio porque el corazón teme y admira, y ese temor regocija el ánimo y nos muestra el mundo en la dimensión de lo sublime. Ruysbroeck define el regocijo esencial como un gozo que supera cualquier experiencia humana, pues acontece en la unión con la esencia desnuda del misterio: “he sido fundido y licuado, absorbido y sumergido para siempre en la gloria divina, como el hierro al rojo vivo por el fuego”.

       La vía contemplativa, abandonada ya la activa, se puede resumir en el anejir de Pilar Ferrando, una antigua compañera de francés, que repetía como el mejor patrimonio recibido de su padre: “De todos los placeres, el que más me agrada es el dulce placer de no hacer nada”, y que en estos atribulados días supone el más  eficaz antídoto contra “el negocio” de los bárbaros del norte europeo y contra la filosofía alemana desde Kant a Schopenhauer,  encubridora de la mayor  traición  a la alegría cuando olvida que  de ella han nacido y a ella tienden los seres vivos.

       Contrariamente, el objeto de mi senda sigue la tradición clásica y ansía alcanzar la “eudemonía” o bienestar del alma griega, la bienaventuranza cristiana y el “otium” estudioso de los  latinos, consistentes todos en saber bien lo que se sabe,  hacer bien lo que se hace y amar bien lo que se ama; ocio que describe San Agustín en este texto de sus Confesiones: “una heredad campestre, una casa, un jardín regado por acequias claras, el suave resplandor del mármol en contrastados matices donde vivir una vejez tranquila, resolviendo los doctos escritos de los antiguos maestros”,

                       Con pocos libros libres (libres, digo,

                       de expurgaciones) paso y me paseo,

                       ya que el tiempo me pasa como higo (Luís de Góngora).

Y, para concluir con la costumbre de acudir a la poesía china para cerrar las despedidas, vayan estos versos de Wang Chi, que vivió bajo la dinastía Tan, en el siglo VIII:

                        Dime ahora, ¿qué puede desear un hombre más

                        que sentarse solo, a dar sorbos de su copa de vino?

                        Me gustaría que vinieran visitas a hablar de filosofía

                        y que no viniera el recaudador de impuestos.

                        Mis tres hijos se casaron con buenas familias

                        y mis cinco hijas se desposaron con maridos estables.

                        Así podría pasarme cien felices años

                        sin necesitar después el Paraíso.

 

                                                      José Antonio González Núñez